sábado, 7 de abril de 2007

LA ARCADIA II


Levemos anclas en esta tarde de primavera, esperando su despertar en las tierras literarias que nos acojeran y a las que ansiamos llegar en este largo viaje. Al igual que Jasón y los argonautas, en nuestra nave literaria, encontramos territorios de mujeres; escritoras, poetisas, trabajadoras del verbo y la palabra, simientes de literatura en los hombres del futuro. Ellas, como las habitantes de Lemnos, la primera isla donde amarran la Nave Argos y nuestros argonautas, mujeres condenadas por Afrodita a ser rechazadas al no rendirle culto… han escogido ser distintas a la mayoría y servir de vínculo entre la literatura y los templos del saber, las bibliotecas.
Por ello, en estos primeros programas, iremos encontrando almas entregadas a tan sublime vocación. Cual sacerdotisas luminarias nos harán llegar su modo y manera de sacar a la luz de la sabiduría a quienes se les acerquen. Son poseedoras de técnicas, secretos, historias y territorios donde encontrar ese nexo que andamos buscando, la unión de nuestro sentimiento con el libro, el párrafo o la frase suelta y que nos conduzca al descubrimiento de un mundo maravilloso. Que sean pues, nuestras parteras al saber, como lo fue la madre de Platón y no tengamos miedo al primer respiro literario.


Levemos anclas, adelante argonautas, comienza el segundo viaje… sin miedo, con valor y abiertos a soñar. Venid, venid, este es vuestro lugar.
¿Quién se ha resistido a subrayar con lapicero ese libro de edición humilde, baqueteado por mil mudanzas, que en algún momento de nuestra vida fue nuestro vademécum espiritual? ¿Quién ha logrado sustraerse a la tentación un tanto petulante de creer que un libro cualquiera ha sido escrito ex profeso para nosotros, para alivio de nuestras zozobras, para consuelo de nuestras más secretas desolaciones? Hemos acudido muchas veces a los libros como quien consulta un oráculo, seguros de que entre su bosque de palabras encontraremos la combinación exacta que nos interpela, esa frase o verso o versículo que condensa nuestro estado de ánimo y nos propone soluciones clarividentes que un segundo antes ignorábamos, aunque anidasen en algún recoveco poco auscultado de nuestra conciencia. Entonces tomamos un lapicero y subrayamos esa frase capturada al albur, seguros de que en ella se perfila la fisonomía de nuestro porvenir, o escribimos con letra deslavazada y premiosa un escolio que en cierto modo adquiere la naturaleza de un diario apenas esbozado.Luego, cuando pasan los años y nos hemos convertido en otra persona distinta, cuando aquel muchacho atribulado que fuimos yace sepultado entre hojarascas de olvido, volvemos a ese libro que en otra época alumbró nuestras inquisiciones, como quien se adentra en un sendero de pasos borrados. En las páginas ya amarillentas del volumen descubrimos anotaciones nerviosas, apostillas ilegibles que, una vez descifradas, se nos antojan banales, porque ya no se conjugan con el estado de nuestro ánimo. Recorrer ese libro que en otra época fue nuestro cicerone interior nos despierta una sensación ambigua de extrañeza, casi de extranjería, hasta que, de repente, como un rayo de medrosa luz que logra colarse entre la fronda, una palabra subrayada nos retrotrae a nuestro pasado, nos enfrenta en el espejo de la memoria al joven borroso que en otra época nos habitó, y es como si se abriese –con ruido de goznes herrumbrosos—una escotilla que conduce a las galerías subterráneas donde anida una existencia que ya creíamos fallecida. Gracias a esos subrayados humildes volvemos a saborear, como recién estrenados, sentimientos fósiles que algún día lejano nos poseyeron; y es como si hubiésemos ingerido un bebedizo o elixir que nos permite vivir otra vez –sin nostalgia, con una impresión de vívida nitidez— pasajes de nuestra vida que parecían clausurados para siempre.Esta sensación de muy sabroso desconcierto que experimentamos cuando un libro nos susurra entre líneas los contornos huidizos de la persona que fuimos adquiere una calidad distinta, más fantasiosa pero no menos placentera, cuando el libro subrayado o anotado perteneció a otra persona de la que ya nada sabemos. En los volúmenes que tomamos prestados en las bibliotecas o repescamos de los cajones de saldos de alguna librería anticuaria nos topamos con frecuencia, junto a flores prensadas que delatan algún amor arqueológico o billetes de tranvía que rememoran alguna cita clandestina, con escolios y subrayados que nos hablan de antiguos poseedores de los que nada sabemos, pero que a través de ese vínculo desvaído nos hacen confidentes de su soledad. Y entonces, llevados por una vocación de novelistas reprimidos, jugamos a reconstruir imaginariamente la biografía de ese lector remoto y desconocido, jugamos a figurarnos sus vicisitudes, el azogue de júbilos y tristezas que entretuvo sus noches, y en este ejercicio de introspección ajena podemos pasarnos horas enteras, como un diablo cojuelo que alza los tejados del vecindario y escruta intimidades que no le incumben.

JUAN MANUEL DE PRADA Articulo publicado en:
Mi biblioteca: La revista del mundo bibliotecario, N.º 4, Invierno 2006, pág. 13
No voy a recomendar a nadie la lectura como no puedo aconsejar la dulce y fiera práctica del coito o la degustación de ese amigo de los hombres, el vino. Toda pasión tiene sus peligros y sólo los idiotas sueñan con una vida apasionadamente segura, como solo los exangües sueñan con una seguridad apática. Quien no quiera mojarse que no aprenda a nadar, ni se atreva a amar o a beber. Y que no lea tampoco o que sólo lea para aprender, para destacar, para hacerse sabio o famoso, es decir: para seguir siendo idiota. El que valga para leer, leerá: en pergamino, en volumen encuadernado en piel, en libro de bolsillo, en hoja volandera o en pantalla de ordenador. Leerá por nada y por todo, sin objetivos y con placer, como quien respira, como quien se embriaga o enreda sus piernas en las de alguien apetecible. Sólo eso importa, cuando la pasión manda. Y así he leído yo no toda mi vida pero sí en los mejores momentos de mi vida. Ahora retrocedo un poco y acaricio con los ojos esa sobrecargada biblioteca con la que vivo, en la que vivo. Es como la farmacia de un viejo alquimista donde pueden buscarse analgésicos y afrodisíacos, tónicos y conjuros diabólicos, visiones de gloria y pesadilla y la seca agudeza descarnada que revela lo real. Ya es hora de volver a ella.

Fernando Savater
A TRABAJOS FORZADOS me condena
mi corazón, del que te di la llave.
No quiero yo tormento que se acabe,
y de acero reclamo mi cadena.
Ni concibe mi mente mayor pena
que libertad sin beso que la trabe,
ni castigo concibe menos grave
que una celda de amor contigo llena.
No creo en más infierno que tu ausencia.
Paraíso sin ti, yo lo rechazo.
Que ningún juez declare mi inocencia,
porque, en este proceso a largo plazo
buscaré solamente la sentencia
a cadena perpetua de tu abrazo.
ANTONIO GALA
“Chindo” es un perrillo de sangre ruin y de nobles sentimientos. Es rabón y tiene la piel sin lustre, corta la alzada, flácidas las orejas. “Chindo” es un perro hospiciano y sentimental, arbitrario y cariñoso, pícaro a la fuerza, errabundo y amable, como los grises gorriones de la ciudad. “Chindo” tiene el aire, entre alegre e inconsciente, de los niños pobres, de los niños que vagan sin rumbo fijo, mirando para el suelo en busca de la peseta que alguien, seguramente, habrá perdido ya.

“Chindo”, como todas las criaturas del Señor, vive de lo que cae del cielo, que a veces es un mendrugo de pan, en ocasiones una piltrafa de carne, de cuando en cuando un olvidado resto de salchichón, y siempre, gracias a Dios, una sonrisa que sólo “Chindo” ve.

“Chindo”, con la conciencia tranquila y el mirar adolescente, es perro entendido en hombres ciegos, sabio en las artes difíciles del lazarillo, compañero leal en la desgracia y en la obscuridad, en las tinieblas y en el andar sin fin, sin objeto y con resignación.

El primer amo de “Chindo”, siendo “Chindo” un cachorro, fue un coplero barbudo y sin ojos, andariego y decidor, que se llamaba Josep, y era, según decía, del caserío de Soley Avall, en San Juan de las Abadesas y a orillas de un río Ter niño todavía.

Josep, con su porte de capitán en desgracia, se pasó la vida cantando por el Ampurdán y la Cerdaña, con su voz de barítono montaraz, un romance andarín que empezaba diciendo:

Si t´agrada córrer mon,
algun dia, sense pressa,
emprèn la llarga travessa
de Ribes a Camprodon,
passant per Caralps i Núria,
per Nou Creus, per Ull de Ter
i Setcases, el primer
llogaret de la planúria.

“Chindo”, al lado de Josep, conoció el mundo de las montañas y del agua que cae rodando por las peñas abajo, rugidora como el diablo preso de las zarzas y fría como la mano de las vírgenes muertas. “Chindo”, sin apartarse de su amo mendigo y trotamundos, supo del sol y de la lluvia, aprendió el canto de las alondras y del minúsculo aguzanieves, se instruyó en las artes del verso y de la orientación, y vivió feliz durante toda su juventud.

Pero un día… Como en fábulas desgraciadas, un día Josep, que era ya muy viejo, se quedó dormido y ya no se despertó más. Fue en la Font de Sant Gil, la que está sota un capelló gentil.

“Chindo” aulló con el dolor de los perros sin amo ciego a quien guardar, y los montes le devolvieron su frío y desconsolado aullido. A la mañana siguiente, unos hombres se llevaron el cadáver de Josep encima de un burro manso y de color ceniza, y “Chindo”, a quien nadie miró, lloró su soledad en medio del campo, la historia -la eterna historia de los dos amigos Josep y “Chindo”- a sus espaldas y por delante, como en la mar abierta, un camino ancho y misterioso.

¿Cuánto tiempo vagó “Chindo”, el perro solitario, desde la Seo a Figueras, sin amo a quien servir, ni amigo a quien escuchar, ni ciego a quien pasar los puentes como un ángel? “Chindo”contaba el tránsito de las estaciones en el reloj de los árboles y se veía envejecer -¡once años ya!- sin que Dios le diese la compañía que buscaba.

Probó a vivir entre los hombres con ojos en la cara, pero pronto adivinó que los hombres con ojos en la cara miraban de través, siniestramente, y no tenían sosiego en el mirar del alma. Probó a deambular, como un perro atorrante y sin principios, por las plazuelas y por las callejas de los pueblos grandes -de los pueblos con un registrador, dos boticarios y siete carnicerías- y al paso vio que, en los pueblos grandes, cien perros se disputaban a dentelladas el desmedrado hueso de la caridad. Probó a echarse al monte, como un bandolero de los tiempos antiguos, como un José María el Tempranillo, a pie y en forma de perro, pero el monte le acuñó en su miedo, la primera noche, y lo devolvió al caserío con los sustos pegados al espinazo, como caricias que no se olvidan.

“Chindo”, con gazuza y sin consuelo, se sentó al borde del camino a esperar que la marcha del mundo lo empujase adonde quisiera, y, como estaba cansado, se quedó dormido al pie de un majuelo lleno de bolitas rojas y brillantes como si fueran de cristal.

Por un sendero pintado de color azul bajaban tres niñas ciegas con la cabeza adornada con la pálida flor del peral. Una niña se llamaba María, la otra Nuria y la otra Montserrat. Como era el verano y el sol templaba el aire de respirar, las niñas ciegas vestían trajes de seda, muy endomingados, y cantaban canciones con una vocecilla amable y de cascabel.

“Chindo”, en cuanto las vio venir, quiso despertarse, para decirles:

-Gentiles señoritas, ¿quieren que vaya con ustedes para enseñarles dónde hay un escalón, o dónde empieza el río, o dónde está la flor que adornará sus cabezas? Me llamo “Chindo”, estoy sin trabajo y, a cambio de mis artes, no pido más que un poco de conversación.

“Chindo” hubiera hablado como un poeta de la Edad Media. Pero “Chindo” sintió un frío repentino. Las tres niñas ciegas que bajaban por un sendero pintado de azul se fueron borrando tras una nube que cubría toda la tierra.

“Chindo” ya no sintió frío. Creyó volar, como un leve vilano, y oyó una voz amiga que cantaba:

Si t´agrada córrer mon, algun dia, sense pressa…

“Chindo”, el perrillo de sangre ruin y de nobles sentimientos, estaba muerto al pie del majuelo de rojas y brillantes bolitas que parecían de cristal.

Alguien oyó sonar por el cielo las ingenuas trompetas de los ángeles más jóvenes.
CAMILO JOSÉ CELA
Ahora sé que estarás en un poema,
en un poema mío,
el último, los versos de la nieve,
bañados todavía por la luz
que descifra las cosas de este mundo
y por la oscuridad callada de los remos,
para que tú camines sobre el agua
hasta llegar al centro de la tierra,
desnuda y decisiva,
cruzando el horizonte
igual que los pasillos de la casa.

Son las lecciones de la intimidad.

El azul más herido de septiembre,
los castaños rojizos,
la soledad doméstica de las fotografías,
la piel dorada
de los aniversarios,
el esplendor del cielo, de los montes
a la caída de la tarde,
puestos a confesar,
con la mano en el hombro
me repiten
esa verdad de amor que sólo saben
los amantes que fueron traicionados.

Y la vida se impone
por la debilidad de sus palabras.
Nos lo enseñan las leyes naturales.

Extranjeros en la propia intimidad,
No conocen mi nombre
ni las orillas de la plenitud,
ni el cadáver del tiempo escondido en las olas.
Pero entienden la forma de mis pasos
en la arena que cae,
si confundo el reloj con el desierto
o vigilo la casa igual que el horizonte,
y en mi copa de dudas cabe el mundo,
y en el valor encuentro cobardía,
en los ojos la noche con su luz
y el corazón del niño
en un alma de antiguas corrupciones.

Porque allí los paisajes son sueños meditados
para que el horizonte
se duerma en el pasillo de una casa.

La intimidad nos dice que hay amores extraños,
Extraños como un río sin ciudad,
como alargadas noches en las que se adivina
que resulta imposible la tradición
una vez que aprendemos
a perdonar traiciones y verdades.
LUIS GARCÍA MONTERO
Ha llegado el momento de decirles hasta la próxima, la nave juega a lomo de las olas, nuestra biblioteca marinera se alimenta de vuestros sueños y propuestas. Esperamos encontraros la semana que viene o dejad vuestra presencia en el blog de la Arcadia.
La arcadia… lugar sereno con profundas gargantas llenas de libros.

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