martes, 24 de abril de 2007

LA ARCADIA V


Los libros, que ayer tuvieron su gran homenaje, son otra vez la excusa para encontrarnos. Nuevamente nuestra imaginación acude a la literatura,
parcelamos el tiempo llenando de historias cada página.
Es posible que seamos un poco de lo que leemos, personajes, protagonistas,
orfebres de nuestro destino. Sin más preámbulos…
los libros tienen la palabra.




Ésta es una historia de tiempos y de reinos pretéritos. El escultor paseaba con el tirano por los jardines del palacio. Más allá del laberinto para los extranjeros ilustres, en el extremo de la alameda de los filósofos decapitados, el escultor presentó su última obra: una náyade que era una fuente.
Mientras abundaba en explicaciones técnicas y disfrutaba de la embriaguez del triunfo, el artista advirtió en el hermoso rostro de su protector una sombra amenazadora. Comprendió la causa.

- "¿Cómo un ser tan ínfimo" -sin duda estaba pensando el tirano- "es capaz de lo que yo, pastor de pueblos, soy incapaz?"

Entonces un pájaro, que bebía en la fuente, huyó alborozado por el aire y el escultor discurrió la idea que lo salvaría.

-"Por humildes que sean" -dijo indicando al pájaro- "hay que reconocer que vuelan mejor que nosotros".

La salvación
Adolfo Bioy Casares
HOMENAJE A QUEVEDO
A UNA NARIZ
Érase un hombre a una nariz pegado,
Érase una nariz superlativa,
Érase una nariz sayón y escriba,
Érase un pez espada muy barbado;

Era un reloj de sol mal encarado,
Érase una alquitara pensativa,
Érase un elefante boca arriba,
Era Ovidio Nasón más narizado.

Érase el espolón de una galera,
Érase una pirámide de Egipto,
Las doce tribus de narices era;
Érase un naricísimo infinito,
Muchísima nariz, nariz tan fiera
Que en la cara de Anás fuera delito
EL AMOR


Es hielo abrasador, es fuego helado,
es herida que duele y no se siente,
es un soñado bien, un mal presente,
es un breve descanso muy cansado.
Es un descuido que nos da cuidado,
un cobarde con nombre de valiente,
un andar solitario entre la gente,
un amar solamente ser amado.
Es una libertad encarcelada,
que dura hasta el postrero paroxismo;
enfermedad que crece si es curada.
Éste es el niño Amor, éste es su abismo.
¡Mirad cuál amistad tendrá con nada
el que en todo es contrario de sí mismo!
Él era un clérigo cerbatana, largo sólo en el talle, una cabeza pequeña, pelo bermejo. No hay más que decir para quien sabe el refrán que dice, ni gato de perro de aquella color. Los ojos, avecindados en el cogote, que parecía que miraba por cuévanos; tan hundidos y obscuros, que era buen sitio el suyo para tiendas de mercaderes; la nariz, entre Roma y Francia, porque se le había comido de unas búas de resfriado, que aún no fueron de vicio, porque cuestan dinero; las barbas, descoloridas de miedo de la boca vecina, que , de pura hambre, parecía que amenazaba a comérselas; los dientes, le faltaban no sé cuántos y pienso que por holgazanes y vagamundos se los habían desterrado; el gaznate, largo como avestruz, con una nuez tan salida, que parecía que se iba a buscar de comer, forzada de la necesidad; los brazos, secos; las manos, como un manojo de sarmientos cada una. Mirado de media abajo, parecía tenedor, o compás con dos piernas largas y flacas; su andar muy despacio; si se descomponía algo, le sonaban los huesos como tablillas de San lázaro; la habla ética; la barba grande, por nunca se la cortar por no gastar; (...) Traía un bonete los días de sol, ratonado, con mil gateras y guarniciones de grasa; era de cosa que fue paño, con los fondos de caspa. La sotana, según decían algunos, era milagrosa, porque no se sabía de qué color era. Unos, viéndola tan sin pelo, la tenían por de cuero de rana; otros decían que era ilusión; desde cerca parecía negra, y desde lejos, entre azul; llevábala sin ceñidor; no tenía cuello ni puños; lacayuelo de la muerte. Cada zapato podía ser tumba de un filisteo. Pues ¿su aposento ? Aun arañas no había en él; conjuraba los ratones, de miedo que no le royesen algunos mendrugos que guardaba; la cama tenía en el suelo, y dormía siempre de un lado, por no gastar las sábanas; al fin, era archipobre y protomiseria.
Historia de la vida del Buscón. Cap. IV.
Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que llevaba encima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado.

Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hombres que lo cargaron hasta la casa más próxima notaron que pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos. Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de una coraza de rémora y de lodo.

No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo tenía apenas unas veinte casas de tablas, con patios de piedras sin flores, desperdigadas en el extremo de un cabo desértico. La tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre con el temor de que el viento se llevara a los niños, y a los pocos muertos que les iban causando los años tenían que tirarlos en los acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y todos los hombres cabían en siete botes. Así que cuando encontraron al ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que estaban completos.

Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mientras los hombres averiguaban si no faltaba alguien en los pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el lodo con tapones de esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos y le rasparon la rémora con fierros de desescamar pescados. A medida que lo hacían, notaron que su vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas estaban en piltrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos de corales. Notaron también que sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía el semblante solitario de los otros ahogados del mar, ni tampoco la catadura sórdida y menesterosa de los ahogados fluviales. Pero solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y entonces se quedaron sin aliento. No sólo era el más alto, el más fuerte, el más viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando lo estaban viendo no les cabía en la imaginación.

No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderlo ni una mesa bastante sólida para velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni las camisas dominicales de los más corpulentos, ni los zapatos del mejor plantado. Fascinadas por su desproporción y su hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle unos pantalones con un buen pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo, contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido nunca tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían que esos cambios tenían algo que ver con el muerto. Pensaban que si aquel hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz. Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces del mar con sólo llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales de entre las piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer en toda una vida lo que aquél era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra. Andaban extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró:

-Tiene cara de llamarse Esteban.

Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran las más jóvenes, se mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso, los pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la camisa. Después de la media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban. Las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían peinado, las que le habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un estremecimiento de compasión cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por los suelos. Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió haber sido de infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba. Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de casa buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo siéntese aquí Esteban, hágame el favor, y él recostado contra las paredes, sonriendo, no se preocupe señora, así estoy bien, con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo mismo en todas las visitas, no se preocupe señora, así estoy bien, sólo para no pasar por la vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas Esteban, espérate siquiera hasta que hierva el café, eran los mismos que después susurraban ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto hermoso. Esto pensaban las mujeres frente al cadáver un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas de lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras, asentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más desvalido de la tierra, el más manso y el más servicial, el pobre Esteban. Asi que cuando los hombres volvieron con la noticia de que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas.

-¡Bendito sea Dios -suspiraron-: es nuestro!

Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de mujer. Cansados de las tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que querían era quitarse de una vez el estorbo del intruso antes de que prendiera el sol bravo de aquel día árido y sin viento. Improvisaron unas angarillas con restos de trinquetes y botavaras, y las amarraron con carlingas de altura, para que resistieran el peso del cuerpo hasta los acantilados. Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de buque mercante para que fondeara sin tropiezos en los mares más profundos donde los peces son ciegos y los buzos se mueren de nostalgia, de manera que las malas corrientes no fueran a devolverlo a la orilla, como había sucedido con otros cuerpos. Pero mientras más se apresuraban, más cosas se les ocurrían a las mujeres para perder el tiempo. Andaban como gallinas asustadas picoteando amuletos de mar en los arcones, unas estorbando aquí porque querían ponerle al ahogado los escapularios del buen viento, otras estorbando allá para abrocharse una pulsera de orientación, y al cabo de tanto quítate de ahí mujer, ponte donde no estorbes, mira que casi me haces caer sobre el difunto, a los hombres se les subieron al hígado las suspicacias, y empezaron a rezongar que con qué objeto tanta ferretería de altar mayor para un forastero, si por muchos estoperoles y calderetas que llevara encima se lo iban a masticar los tiburones, pero ellas seguían tripotando sus reliquias de pacotilla, llevando y trayendo, tropezando, mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en lágrimas, así que los hombres terminaron por despotricar que de cuándo acá semejante alboroto por un muerto al garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda. Una de las mujeres, mortificada por tanta indolencia, le quitó entonces al cadáver el pañuelo de la cara, y también los hombres se quedaron sin aliento.

Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les hubieran dicho Sir Walter Raleigh, quizás, hasta ellos se habrían impresionado con su acento de gringo, con su guacamaya en el hombro, con su arcabuz de matar caníbales, pero Esteban solamente podía ser uno en el mundo, y allí estaba tirado como un sábalo, sin botines, con unos pantalones de sietemesino y esas uñas rocallosas que sólo podían cortarse a cuchillo. Bastó con que le quitaran el pañuelo de la cara para darse cuenta de que estaba avergonzado, de que no tenía la culpa de ser tan grande, ni tan pesado ni tan hermoso, y si hubiera sabido que aquello iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, en serio, me hubiera amarrado yo mismo un áncora de galeón en el cuello y hubiera trastabillado como quien no quiere la cosa en los acantilados, para no andar ahora estorbando con este muerto de miércoles, como ustedes dicen, para no molestar a nadie con esta porquería de fiambre que no tiene nada que ver conmigo. Había tanta verdad en su modo de estar, que hasta los hombres más suspicaces, los que sentían amargas las minuciosas noches del mar temiendo que sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los ahogados, hasta ésos, y otros más duros, se estremecieron en los tuétanos con la sinceridad de Esteban.

Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían concebirse para un ahogado expósito. Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los pueblos vecinos regresaron con otras que no creían lo que les contaban, y éstas se fueron por más flores cuando vieron al muerto, y llevaron más y más, hasta que hubo tantas flores y tanta gente que apenas si se podía caminar. A última hora les dolió devolverlo huérfano a las aguas, y le eligieron un padre y una madre entre los mejores, y otros se le hicieron hermanos, tíos y primos, así que a través de él todos los habitantes del pueblo terminaron por ser parientes entre sí. Algunos marineros que oyeron el llanto a la distancia perdieron la certeza del rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas de sirenas. Mientras se disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por la pendiente escarpada de los acantilados, hombres y mujeres tuvieron conciencia por primera vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños, frente al esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para que volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento durante la fracción de siglos que demoró la caída del cuerpo hasta el abismo. No tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero también sabían que todo sería diferente desde entonces, que sus casas iban a tener las puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para que el recuerdo de Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con los travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el futuro ya murió el bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso, porque ellos iban a pintar las fachadas de colores alegres para eternizar la memoria de Esteban, y se iban a romper el espinazo excavando manantiales en las piedras y sembrando flores en los acantilados, para que en los amaneceres de los años venturosos los pasajeros de los grandes barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en altamar, y el capitán tuviera que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas, miren allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir debajo de las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacia dónde girar los girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban.

Gabriel García Márquez
­Vuélvete, paloma,
que el ciervo vulnerado
por el otero asoma
al aire de tu vuelo, y fresco toma.

Mi Amado, las montañas,
los valles solitarios nemorosos,
las ínsulas extrañas,
los ríos sonorosos,
el silbo de los aires amorosos,

la noche sosegada
en par de los levantes del aurora,
la música callada,
la soledad sonora,
la cena que recrea y enamora.

Nuestro lecho florido,
de cuevas de leones enlazado,
en púrpura tendido,
de paz edificado,
de mil escudos de oro coronado.
A zaga de tu huella
las jóvenes discurren al camino,
al toque de centella,
al adobado vino,
emisiones de bálsamo divino.
En la interior bodega
de mi Amado bebí, y cuando salía
por toda aquesta vega,
ya cosa no sabía;
y el ganado perdí que antes seguía.
Allí me dio su pecho,
allí me enseñó ciencia muy sabrosa;
y yo le di de hecho
a mí, sin dejar cosa:
allí le prometí de ser su Esposa.
Mi alma se ha empleado,
y todo mi caudal en su servicio;
ya no guardo ganado,
ni ya tengo otro oficio,
que ya sólo en amar es mi ejercicio.
Pues ya si en el ejido
de hoy más no fuere vista ni hallada,
diréis que me he perdido;
que, andando enamorada,
me hice perdidiza, y fui ganada.
De flores y esmeraldas,
en las frescas mañanas escogidas,
haremos las guirnaldas
en tu amor florecidas
y en un cabello mío entretejidas.

En solo aquel cabello
que en mi cuello volar consideraste,
mirástele en mi cuello,
y en él preso quedaste,
y en uno de mis ojos te llagaste.

Cuando tú me mirabas
su gracia en mí tus ojos imprimían;
por eso me adamabas,
y en eso merecían
los míos adorar lo que en ti vían.

No quieras despreciarme,
que, si color moreno en mi hallaste,
ya bien puedes mirarme
después que me miraste,
que gracia y hermosura en mi dejaste.
Cogednos las raposas,
que está ya florecida nuestra viña,
en tanto que de rosas
hacemos una piña,
y no parezca nadie en la montiña.
Detente, cierzo muerto;
ven, austro, que recuerdas los amores,
aspira por mi huerto,
y corran sus olores,
y pacerá el Amado entre las flores.
San Juan de la Cruz
Rapándoselo estaba cierta hermosa,
hasta el ombligo toda arremangada,
las piernas muy abiertas, y asentada
en una silla ancha y espaciosa.
Mirándoselo estaba muy gozosa,
después que ya quedó muy bien rapada,
y estándose burlando, descuidada,
metióse el dedo dentro de la cosa.
Y como menease las caderas,
al usado señuelo respondiendo,
un cierto saborcillo le dio luego.
Mas como conoció no ser de veras,
dijo: «¡Cuitada yo! ¿Qué estoy haciendo?
Que no es ésta la leña deste fuego».
Don Francisco de Quevedo

miércoles, 18 de abril de 2007

La Arcadia IV



Territorio lejano, descubierto a traves de saberes y relatos orales que nos hacen llegar; partimos a su búsqueda, en un incansable encuentro con tierras nuevas y gentes desconocidas, aquellos que comparten con nosotros su sabiduría y así poder salir de la barbarie que nos atenaza y rodea.

La madera de nuestra nave ya sabe a instrumento útil, ya presume de viajes y encuentros; sus vetas tienen sal y huella de olas incansables como el devenir de los tiempos. Estamos otra vez embarcados a la deriva de lo que nos espera; hacia las playas desiertas y repletas de arena y palabras, libros, edificios construidos letra a letra, frases que contornean historias en la blancura de cada página… verdes, azules, rojos, ocres, violetas… más suaves, más intensos. Mixtura exótica arropando una primavera que echó a andar. Continuemos viaje… acompañadnos¡¡¡






INSTRUCCIONES PARA ENSEÑAR A UN NIÑO A LEER

Conviene empezar cuanto antes, a ser posible en la habitación misma de la clínica de maternidad, ya que es aconsejable que el futuro lector esté desde que nace rodeado de palabras. No importa que, en esos primeros momentos, no las pueda entender, con tal de que formen parte de ese mundo de onomatopeyas, exclamaciones y susurros que le une a su madre y que tiene que ver con la dicha. Poco a poco irá descubriendo que las palabras, como el canto de la pájaros o las llamadas del celo de los animales, no son sólo manifestación de existencia sino que nos permiten relacionarnos con lo ausente. Así, muy pronto, si su madre no está a su lado echará mano de ellas para recuperarla en su pensamiento, o si vive en un pueblo rodeado de montañas les pedirá que le digan cómo es el mundo que le aguarda más allá de esas montañas y del que no sabe nada

Por eso los adultos deben contarle cuentos, y sobre todo, leérselos. Es importante que el futuro lector aprenda a relacionar desde el principio el mundo de la oralidad y el de la escritura. Que descubra que la escritura es la memoria de las palabras, y que los libros son algo así como esas despensas donde se guarda todo cuanto de gustoso e indefinible hay a nuestro alrededor, ese lugar donde uno puede acudir por las noches, mientras todos duermen, a tomar lo que necesita. A estas alturas habrá hecho un descubrimiento esencial, que existen palabras del día y palabras de la noche. Las palabras del día tienen que ver con lo que somos, con nuestra razón, nuestras obligaciones y nuestra respetabilidad; las de la noche con la intimidad, con el mundo de nuestros deseos y nuestros sueños. Y ése es un mundo que necesariamente se relaciona con el secreto. Por eso, el adulto no debe hablar demasiado al niño de los libros, ni abrumarle con consejos acerca de lo importante que es leer, porque entonces éste desconfiará. La madre que guarda en la despensa los dulces que acaba de preparar, no lo proclama a los cuatro vientos, y así los vuelve más codiciables. Las palabras de la literatura tienen que ver con ese silencio, con lo que se guarda y tal vez hay que robar, nunca con lo que nos ofrecen a gritos, y mucho menos a la luz del día, donde todos puedan vernos. El futuro lector, en suma, debe ver libros a su alrededor, saber que están ahí y que puede leerlos, pero nunca sentir que es eso lo que todos esperan que haga.

Sería aconsejable, si me apuran, que los padres no los tuvieran demasiado a la vista, sino que los guardaran dentro de grandes armarios, que a ser posible mantendrían cerrados con llave. Aunque de vez en cuando se olvidarían esa llave, o de cerrar esos armarios, dándole al niño la opción de llevarse los libros cuando nadie les viera. Pero lo más importante es que el niño vea a sus padres leer. Discretamente, sin ostentación, pero de una forma arrebatada y absurda. El rubor en las mejillas de una madre joven, mientras permanece absorta en el libro que tiene delante, es la mejor iniciación que ésta puede ofrecer a su niño al mundo de la lectura.

Pero los libros son como aquel jardín secreto del que hablara F. H. Burnett en su célebre novela homónima: No basta con saber que están ahí, sino que hay que encontrar la puerta que nos permite entrar en su interior. Y la llave que abre esa puerta nos tiene que ser entregada azarosamente por alguien. En la novela de F.H. Burnett es un petirrojo quien lo hace, y gracias a ello la niña puede visitar el jardín escondido. El que ese petirrojo tarde en presentarse no quiere decir que no vaya a hacerlo nunca, pero incluso si así fuera tampoco se alarme demasiado, ni por supuesto llegue a pensar que su hijito es un caso perdido. Piense que la lectura no siempre nos hace más sabios, ni más inteligentes, ni siquiera más buenos o compasivos, y que bien pudiera ser que ese niño que adora fuera como los bosquimanos, que tampoco leyeron una sola línea y eso no les impidió concebir algunos de los cuentos más hermosos que se han escuchado jamás. No olvide, en definitiva, que el cuento más necesario, y por el que seremos juzgados, es el que contamos sin darnos cuenta con nuestra vida.

GUSTAVO MARTÍN GARZO



Pocas cosas existen tan cargadas de magia como las palabras de un cuento. Ese cuento breve, lleno de sugerencias, dueño de un extraño poder que arrebata y pone alas hacia mundos donde no existen ni el suelo ni el cielo. Los cuentos representan uno de los aspectos más inolvidables e intensos de la primera infancia. Todos los niños del mundo han escuchado cuentos. Ese cuento que no debe escribirse y lleva de voz en voz paisajes y figuras, movidos más por la imaginación del oyente que por la palabra del narrador.

He llegado a creer que solamente existen media docena de cuentos. Pero los cuentos son viajeros impenitentes. Las alas de los cuentos van más allá y más rápido de lo que lógicamente pueda creerse. Son los pueblos, las aldeas, los que reciben a los cuentos. Por la noche, suavemente, y en invierno. Son como el viento que se filtra, gimiendo, por las rendijas de las puertas. Que se cuela, hasta los huesos, con un estremecimiento sutil y hondo. Hay, incluso, ciertos cuentos que casi obligan a abrigarse más, a arrebujarse junto al fuego, con las manos escondidas y los ojos cerrados.

Los pueblos, digo, los reciben de noche. Desde hace miles de años que llegan a través de las montañas, y duermen en las casas, en los rincones del granero, en el fuego. De paso, como peregrinos. Por eso son los viejos, desvelados y nostálgicos, quienes los cuentan.

Los cuentos son renegados, vagabundos, con algo de la inconsciencia y crueldad infantil, con algo de su misterio. Hacen llorar o reír, se olvidan de donde nacieron, se adaptan a los trajes y a las costumbres de allí donde los reciben. Sí, realmente, no hay más de media docena de cuentos. Pero ¡cuántos hijos van dejándose por el camino!

Mi abuela me contaba, cuando yo era pequeña, la historia de la Niña de Nieve. Esta niña de nieve, en sus labios, quedaba irremisiblemente emplazada en aquel paisaje de nuestras montañas, en una alta sierra de la vieja Castilla. Los campesinos del cuento eran para mí una pareja de labradores de tez oscura y áspera, de lacónicas palabras y mirada perdida, como yo los había visto en nuestra tierra. Un día el campesino de este cuento vio nevar. Yo veía entonces, con sus ojos, un invierno serrano, con esqueletos negros de árboles cubiertos de humedad, con centelleo de estrellas. Veía largos caminos, montañas arriba, y aquel cielo gris, con sus largas nubes, que tenían un relieve de piedras. El hombre del cuento, que vio nevar, estaba muy triste porque no tenía hijos. Salió a la nieve, y, con ella, hizo una niña. Su mujer le miraba desde la ventana. Mi abuela explicaba: «No le salieron muy bien los pies. Entró en la casa y su mujer le trajo una sartén. Así, los moldearon lo mejor que pudieron.» La imagen no puede ser más confusa. Sin embargo, para mí, en aquel tiempo, nada había más natural. Yo veía perfectamente a la mujer, que traía una sartén negra como el hollín. Sobre ella la nieve de la niña resaltaba blanca, viva. Y yo seguía viendo, claramente, cómo el viejo campesino moldeaba los pequeños pies. «La niña empezó entonces a hablar», continuaba mi abuela. Aquí se obraba el milagro del cuento. Su magia inundaba el corazón con una lluvia dulce, punzante. Y empezaba a temblar un mundo nuevo e inquieto. Era también tan natural que la niña de nieve empezase a hablar... En labios de mi abuela, dentro del cuento y del paisaje, no podía ser de otro modo. Mi abuela decía, luego, que la niña de nieve creció hasta los siete años. Pero llegó la noche de San Juan. En el cuento, la noche de San Juan tiene un olor, una temperatura y una luz que no existen en la realidad. La noche de San Juan es una noche exclusivamente para los cuentos. En el que ahora me ocupa también hubo hogueras, como es de rigor. Y mi abuela me decía: «Todos los niños saltaban por encima del fuego, pero la niña de nieve tenía miedo. Al fin, tanto se burlaron de ella, que se decidió. Y entonces, ¿sabes qué es lo que le pasó a la niña de nieve?» Sí, yo lo imaginaba bien. La veía volverse blanda, hasta derretirse. Desaparecería para siempre. «¿Y no apagaba el fuego?», preguntaba yo, con un vago deseo. ¡Ah!, pero eso mi abuela no lo sabía. Sólo sabía que los ancianos campesinos lloraron mucho la pérdida de su pequeña niña.


No hace mucho tiempo me enteré de que el cuento de la Niña de Nieve, que mi abuela recogiera de labios de la suya, era en realidad una antigua leyenda ucraniana. Pero ¡qué diferente, en labios de mi abuela, a como la leí! La niña de nieve atravesó montañas y ríos, calzó altas botas de fieltro, zuecos, fue descalza o con abarcas, vistió falda roja o blanca, fue rubia o de cabello negro, se adornó con monedas de oro o botones de cobre, y llegó a mí, siendo niña, con justillo negro y rodetes de trenza arrollados a los lados de la cabeza. La niña de nieve se iría luego, digo yo, como esos pájaros que buscan eternamente, en los cuentos, los fabulosos países donde brilla siempre el sol. Y allí, en vez de fundirse y desaparecer, seguirá viva y helada, con otro vestido, otra lengua, convirtiéndose en agua todos los días sobre ese fuego que, bien sea en un bosque, bien en un hogar cualquiera, está encendiéndose todos los días para ella. El cuento de la niña de nieve, como el cuento del hermano bueno y el hermano malo, como el del avaro y el del tercer hijo tonto, como el de la madrastra y el hada buena, viajará todos los días y a través de todas las tierras. Allí a la aldea donde no se conocía el tren, el cuento caminando.


El cuento es astuto. Se filtra en el vino, en las lenguas de las viejas, en las historias de los santos. Se vuelve melodía torpe en la garganta de un caminante que bebe en la taberna y toca la bandurria. Se esconde en los cruces de los caminos, en los cementerios, en la oscuridad de los pajares. El cuento se va, pero deja sus huellas. Y aun las arrastra por el camino, como van ladrando los perros tras los carros, carretera adelante.

El cuento llega y se marcha por la noche, llevándose debajo de las alas la rara zozobra de los niños. A escondidas, pegándose al frío y a las cunetas, va huyendo. A veces pícaro, o inocente, o cruel. O alegre, o triste. Siempre, robando una nostalgia, con su viejo corazón de vagabundo.

CARMEN MARTÍN GAITE

Los cuentos vagabundos


Crónica de Antonio Cuartero:

Mañana miércoles 18 de Abril se celebra la presentación de “El miedo sugerente. Val Lewton y el cine fantástico y de terror de RKO”, del autor Francisco García Gómez. Auspiciado por la Rectora de la Universidad de Málaga, y la Diputada del CEDMA de la Diputación de Málaga. El acto tendrá lugar a las 20:00 horas, en el Salón de Actos del edificio rectorado. Tras la presentación se proyectará la película La séptima víctima, de Mark Robson.

Nuestro ciclo de cine “Hollywood clásico y sus géneros”: La comedia, continúa este viernes 20 de Abril con “El deseo” de Fran Borzage, En el paraninfo de la universidad a las 21:00 horas.

También continúa la I Muestra de Audiovisual Andaluz, Universidad de Málaga 2006-2007, con “Around flamenco” el 23 de Abril. Una película de género cultural. Se proyectará en el Rectorado de la Universidad de Málaga a las 20:30.

El XIV Ciclo Joven de Jazz, que se inició el 25 de enero, presenta este viernes 20 de Abril, a David Pastor Trío, músico valenciano de una amplia trayectoria, en el apartado de Jazz Nacional. Se celebrará en el Salón de actos de la Facultad de Derecho, a las 21.00 horas.

Este miércoles 18 de abril tenemos el I Encuentro Mujeres por la palabra, en la localidad de Alhaurín de la Torre. Este encuentro tiene como objetivo hacer notar el papel de la mujer en el mundo literario. El acto que durará todo el día, la presentación la hará Julio Neira, Director del Centro Cultural de la Generación del 27. Luego tendrá lugar una lectura de autores no reconocidos, asociaciones, y talleres literarios. Y por la tarde el taller literario de “Las Mujeres trabajamos la palabra”, presentará su libro “He aquí a José María Hinojosa Lasarte”, y la reconocida periodista de EL MUNDO Isabel San Sebastián hará una conferencia titulada “Perdida y recuperación del protagonismo de la mujer en la vida pública a lo largo de la historia”.
El acto tendrá lugar en el Centro Cultural Vicente Alexandre y comenzará a las 11:00 de la mañana.


Para más información sobre estos actos consultar www.uma.es




Decálogo del escritor.
Augusto Monterroso

Primero.Cuando tengas algo que decir, dilo; cuando no, también. Escribe siempre.

Segundo.No escribas nunca para tus contemporáneos, ni mucho menos, como hacen tantos, para tus antepasados. Hazlo para la posteridad, en la cual sin duda serás famoso, pues es bien sabido que la posteridad siempre hace justicia.

Tercero.En ninguna circunstancia olvides el célebre díctum: "En literatura no hay nada escrito".

Cuarto.Lo que puedas decir con cien palabras dilo con cien palabras; lo que con una, con una. No emplees nunca el término medio; así, jamás escribas nada con cincuenta palabras.

Quinto.Aunque no lo parezca, escribir es un arte; ser escritor es ser un artista, como el artista del trapecio, o el luchador por antonomasia, que es el que lucha con el lenguaje; para esta lucha ejercítate de día y de noche.

Sexto.Aprovecha todas las desventajas, como el insomnio, la prisión, o la pobreza; el primero hizo a Baudelaire, la segunda a Pellico y la tercera a todos tus amigos escritores; evita pues, dormir como Homero, la vida tranquila de un Byron, o ganar tanto como Bloy.

Séptimo.No persigas el éxito. El éxito acabó con Cervantes, tan buen novelista hasta el Quijote. Aunque el éxito es siempre inevitable, procúrate un buen fracaso de vez en cuando para que tus amigos se entristezcan.

Octavo.Fórmate un público inteligente, que se consigue más entre los ricos y los poderosos. De esta manera no te faltarán ni la comprensión ni el estímulo, que emana de estas dos únicas fuentes.

Noveno.Cree en ti, pero no tanto; duda de ti, pero no tanto. Cuando sientas duda, cree; cuando creas, duda. En esto estriba la única verdadera sabiduría que puede acompañar a un escritor.

Décimo.Trata de decir las cosas de manera que el lector sienta siempre que en el fondo es tanto o más inteligente que tú. De vez en cuando procura que efectivamente lo sea; pero para lograr eso tendrás que ser más inteligente que él.

Undécimo.No olvides los sentimientos de los lectores. Por lo general es lo mejor que tienen; no como tú, que careces de ellos, pues de otro modo no intentarías meterte en este oficio.

Duodécimo.Otra vez el lector. Entre mejor escribas más lectores tendrás; mientras les des obras cada vez más refinadas, un número cada vez mayor apetecerá tus creaciones; si escribes cosas para el montón nunca serás popular y nadie tratará de tocarte el saco en la calle, ni te señalará con el dedo en el supermercado.

El autor da la opción al escritor de descartar dos de estos enunciados, y quedarse con los restantes diez.





AUNQUE TU NO LO SEPAS

Como la luz de un sueño,
que no raya en el mundo pero existe,
así he vivido yo
iluminado
esa parte de ti que no conoces,
la vida que has llevado junto a mis pensamientos...
Y aunque tú no lo sepas, yo te he visto
cruzar la puerta sin decir que no,
pedirme un cenicero, curiosear los libros,
responder al deseo de mis labios
con tus labios de whisky,
seguir mis pasos hasta el dormitorio.
También hemos hablado
en la cama, sin prisa, muchas tardes
esta cama de amor que no conoces,
la misma que se quedafría cuanto te marchas.
Aunque tú no lo sepas te inventaba conmigo,
hicimos mil proyectos, paseamos
por todas las ciudades que te gustan,
recordamos canciones, elegimos renuncias,
aprendiendo los dos a convivir
entre la realidad y el pensamiento.
Espiada a la sombra de tu horario
o en la noche de un bar por mi sorpresa.
Así he vivido yo,
como la luz del sueño
que no recuerdas cuando te despiertas.
Luis García Montero




LA SANGRE DERRAMADA

¡Que no quiero verla!

Dile a la luna que venga,
que no quiero ver la sangre
de Ignacio sobre la arena.

¡Que no quiero verla!

La luna de par en par,
caballo de nubes quietas,
y la plaza gris del sueño
con sauces en las barreras

¡Que no quiero verla!

Que mi recuerdo se quema.
¡Avisad a los jazmines
con su blancura pequeña!

¡Que no quiero verla!

La vaca del viejo mundo
pasaba su triste lengua
sobre un hocico de sangres
derramadas en la arena,
y los toros de Guisando,
casi muerte y casi piedra,
mugieron como dos siglos
hartos de pisar la tierra.

No.

¡Que no quiero verla!

Por las gradas sube Ignacio
con toda su muerte a cuestas.
Buscaba el amanecer,
y el amanecer no era.
Busca su perfil seguro,
y el sueño lo desorienta.
Buscaba su hermoso cuerpo
y encontró su sangre abierta.
¡No me digáis que la vea!
No quiero sentir el chorro
cada vez con menos fuerza;
ese chorro que ilumina
los tendidos y se vuelca
sobre la pana y el cuero
de muchedumbre sedienta.
¡Quién me grita que me asome!
¡No me digáis que la vea!
No se cerraron sus ojos
cuando vio los cuernos cerca,
pero las madres terribles
levantaron la cabeza.
Y a través de las ganaderías,
hubo un aire de voces secretas
que gritaban a toros celestes,
mayorales de pálida niebla.
No hubo príncipe en Sevilla
que comparársele pueda,
ni espada como su espada,
ni corazón tan de veras.
Como un río de leones
su maravillosa fuerza,
y como un torso de mármol
su dibujada prudencia.
Aire de Roma andaluza
le doraba la cabeza
donde su risa era un nardo
de sal y de inteligencia.
¡Qué gran torero en la plaza!
¡Qué gran serrano en la sierra!
¡Qué blando con las espigas!
¡Qué duro con las espuelas!
¡Qué tierno con el rocío!
¡Qué deslumbrante en la feria!
¡Qué tremendo con las últimas
banderillas de tiniebla!
Pero ya duerme sin fin.
Ya los musgos y la hierba
abren con dedos seguros
la flor de su calavera.
Y su sangre ya viene cantando:
cantando por marismas y praderas,
resbalando por cuernos ateridos
vacilando sin alma por la niebla,
tropezando con miles de pezuñas
como una larga, oscura, triste lengua,
para formar un charco de agonía
junto al Guadalquivir de las estrellas.
¡Oh blanco muro de España!
¡Oh negro toro de pena!
¡Oh sangre dura de Ignacio!
¡Oh ruiseñor de sus venas!
No.

¡Que no quiero verla!

Que no hay cáliz que la contenga,
que no hay golondrinas que se la beban,
no hay escarcha de luz que la enfríe,
no hay canto ni diluvio de azucenas,
no hay cristal que la cubra de plata.




No.

¡Yo no quiero verla!



Federico García Lorca





La espuma de la mar perfuma las palabras, la brisa matiza con un “hasta luego” lo que parecía un adiós certero como el anochecer. Nosotros nos sentimos más sabios, más plenos a través de vuestra compañía; la Arcadia navega apaciblemente cual niño dormido, nos decimos y os decimos hasta pronto, hasta siempre, hasta que los libros nos vuelvan a reunir.

martes, 10 de abril de 2007

LA ARCADIA III

Bienvenidos a nuestra nave, a otro venturoso viaje, venid con nosotros a dibujar el horizonte con todos los sentidos. Dejemos que el futuro sea un pretexto para no desaprovechar lo que tenemos hoy, memoricemos los contornos de la costa cuando arribemos. Deshojemos y aprendamos cada página con la paciencia de un pescador. Tendamos las redes sin dañar los colores que se desprenden de esta primavera: ocres, rojos, el azul del agua que se torna verde y se llena de rayas negras... , el horizonte que nos devuelve la plata de las aguas que atrás dejamos al arribar a tierra. Bienvenidos a esta tierra serena, perdamos el tiempo hablando.
Crónica de la semana

La pasada semana tuvo lugar la entrega del XIV Premio Carmen de Burgos al escritor Eugenio Fuentes Pulido por su artículo “Literatura y violencia doméstica”. El premio fue entregado por la rectora de la UMA, Adelaida de la Calle, y el vicerrector de servicios a la Comunidad Universitaria. Juan Sanz. También se entrego un accésit a José Miguel Lorenzo Arribas, doctor en Historia Medieval por la Universidad Complutense de Madrid. Por su artículo “feminismo ¿desde cuando?” Este premio tiene como finalidad reconocer la labor de divulgación de artículos en periódicos o revistas. Que versen sobre temas relacionados con la mujer. Destacar que es la primera vez en la historia de este premio en la que el galardonado es un hombre.

Se convoca el IX Premio de Periodismo Manuel Alcántara para jóvenes periodistas. Auspiciado por la Universidad de Málaga y el Diario SUR. El objetivo del mismo es promocionar a nuevos profesionales e incentivarlos en el ejercicio de un periodismo de calidad. Podrán presentarse todos los licenciados en periodismo menores de 35 años que hayan publicado un escrito en el periodo del año 2006. Habiendo sido publicado por algún medio de habla hispana. El Plazo se cerrará el 31 de Mayo. Para consultar las bases del concurso y más información al respecto consultar en la página de la Universidad de Málaga http://www.uma.es/ o http://www.diariosur.es/

El ciclo de cine “Hollywood clásico y sus géneros”: La comedia. Continua este viernes 13 de Abril, con “El apartamento” de Billy Wilder. En el paraninfo de la universidad a las 21:00 horas.

Luego tenemos el día 17 de abril el encuentro con la escritora Magdalena Lasala, en torno a su obra “Doña Jimena”. La última obra de esta célebre escritora, centrada en la figura femenina de Doña Jimena esposa de Rodrigo Díaz de Vivar, mas conocido como el Cid Campeador.

A continuación nos encontramos del 29 de marzo al 29 de abril, en la Sala de Exposiciones del Edificio Rectorado, una exposición de Muhadin Kishev, “Rodeando el Círculo 2007” . Gran pintor ruso que destaca por su amplia obra pictórica y por su uso de la luz y el color en ella.

Y por último destacamos la I Muestra del Audiovisual Andaluz, Universidad de Málaga 2006-2007. Esta muestra comenzó el 27 de noviembre del 2006 y terminará el 28 de mayo de 2007. Cada lunes se ha ido exponiendo una o varias películas. Esta siendo apoyada por la UMA (Universidad de Málaga) y la Fundación Audiovisual de Andalucía. El lunes próximo se proyectarán las dos siguientes películas que son “A toda costa” y “María Querida”. En las sucesivas semanas os iremos informando de esta interesante muestra audiovisual.

Para más información sobre estos actos acudir a www.uma.es
Antonio Cuartero "Nuestro becario"

De: El levitador y su vértigo
Con los ojos cerrados daba la impresión de ser un muerto en su nave infinita, pero había algo en su faz que invitaba al diálogo:

-¿Qué haces? – Me atreví a preguntarle.

Y fue mi grande mi sorpresa cuando, con un tono afanoso en la voz, me dijo:

- Estoy construyendo un sueño: el rey soñará conmigo y quiero que me encuentre en un sueño digno de él.

Y me gustó, debo reconocerlo, la lealtad de aquel soldado.
Días más tarde lo hallé taciturno y pobre:


-¿Has caído –inquirí- en desgracia de tu soberano?

-Oh, no –respondió-, el Rey fue generoso, y ambos soñamos una espada de plata, un yelmo de cristal y un halcón silencioso. Después –continuó- el Rey soñó un pais sin fronteras, y yo era parte de su sueño, su mano derecha, su cólera y su venganza. Mas el enemigo de mi Señor, aquel que espía sus noches y codicia sus despojos, conocedor de todo esto, soñó también conmigo, y torció mi fortuna. Hoy, el Rey, exige validos insomnes y guerreros desvelados, y ahora mis visiones son parte del exilio, un desierto que empieza en la noche y no sabe de amaneceres.

Rafael Pérez Estrada

Inventario del desorden

Hay una forma precisa de fijar el tiempo. Convergen en ella todas las vidas que has soñado, las casas que habitaste, la evocación del placer, el alba que sorprende. Mira esa fotografía; se abre paso la luz entre las líneas despobladas de un mundo que alberga la intimidad de los fantasmas, deja en el centro la quietud, el perfil de un cuerpo desnudo, una imagen del deseo.

Pero antes de alcanzar su dimensión de símbolo, como el frío y la ceniza dispersa, puede el tiempo convertirse en escenario. Su arquitectura secreta nos envuelve y somos, entonces, figuras inmóviles o cambiantes, regidas por su ley. Y, sin poder llegar al otro lado del espejo, compartimos un teatro de sombras.

Antonio Jiménez Millán


Aprender a aprender
(Extracto)
Después de un tiempo, uno aprende la sutil diferencia
entre sostener una mano o encadenar un alma,
y uno aprende que el amor no significa acostarse,
y que una compañía no significa seguridad,
y uno empieza a aprender.


Que los besos no son contratos,
y los regalos no son promesas
y uno empieza a aceptar sus derrotas
con la cabeza alta y los ojos abiertos.
Uno aprende a construir todo su camino en el hoy

porque el terreno de mañana es demasiado inseguro para planes,
y los futuros tienen una forma de caerse a la mitad.


Después de un tiempo uno aprende que “sí” es demasiado,
y hasta el calorcito del sol quema.
Así que uno planta su propio jardín,
y decora su propia alma,
en lugar de esperar que alguien le traiga flores.


Y uno aprende que realmente puede aguantar
que uno realmente es fuerte,
que uno realmente vale,
y uno aprende y aprende...
y con cada adiós... uno aprende.

Jorge Luis Borges

sábado, 7 de abril de 2007

LA ARCADIA II


Levemos anclas en esta tarde de primavera, esperando su despertar en las tierras literarias que nos acojeran y a las que ansiamos llegar en este largo viaje. Al igual que Jasón y los argonautas, en nuestra nave literaria, encontramos territorios de mujeres; escritoras, poetisas, trabajadoras del verbo y la palabra, simientes de literatura en los hombres del futuro. Ellas, como las habitantes de Lemnos, la primera isla donde amarran la Nave Argos y nuestros argonautas, mujeres condenadas por Afrodita a ser rechazadas al no rendirle culto… han escogido ser distintas a la mayoría y servir de vínculo entre la literatura y los templos del saber, las bibliotecas.
Por ello, en estos primeros programas, iremos encontrando almas entregadas a tan sublime vocación. Cual sacerdotisas luminarias nos harán llegar su modo y manera de sacar a la luz de la sabiduría a quienes se les acerquen. Son poseedoras de técnicas, secretos, historias y territorios donde encontrar ese nexo que andamos buscando, la unión de nuestro sentimiento con el libro, el párrafo o la frase suelta y que nos conduzca al descubrimiento de un mundo maravilloso. Que sean pues, nuestras parteras al saber, como lo fue la madre de Platón y no tengamos miedo al primer respiro literario.


Levemos anclas, adelante argonautas, comienza el segundo viaje… sin miedo, con valor y abiertos a soñar. Venid, venid, este es vuestro lugar.
¿Quién se ha resistido a subrayar con lapicero ese libro de edición humilde, baqueteado por mil mudanzas, que en algún momento de nuestra vida fue nuestro vademécum espiritual? ¿Quién ha logrado sustraerse a la tentación un tanto petulante de creer que un libro cualquiera ha sido escrito ex profeso para nosotros, para alivio de nuestras zozobras, para consuelo de nuestras más secretas desolaciones? Hemos acudido muchas veces a los libros como quien consulta un oráculo, seguros de que entre su bosque de palabras encontraremos la combinación exacta que nos interpela, esa frase o verso o versículo que condensa nuestro estado de ánimo y nos propone soluciones clarividentes que un segundo antes ignorábamos, aunque anidasen en algún recoveco poco auscultado de nuestra conciencia. Entonces tomamos un lapicero y subrayamos esa frase capturada al albur, seguros de que en ella se perfila la fisonomía de nuestro porvenir, o escribimos con letra deslavazada y premiosa un escolio que en cierto modo adquiere la naturaleza de un diario apenas esbozado.Luego, cuando pasan los años y nos hemos convertido en otra persona distinta, cuando aquel muchacho atribulado que fuimos yace sepultado entre hojarascas de olvido, volvemos a ese libro que en otra época alumbró nuestras inquisiciones, como quien se adentra en un sendero de pasos borrados. En las páginas ya amarillentas del volumen descubrimos anotaciones nerviosas, apostillas ilegibles que, una vez descifradas, se nos antojan banales, porque ya no se conjugan con el estado de nuestro ánimo. Recorrer ese libro que en otra época fue nuestro cicerone interior nos despierta una sensación ambigua de extrañeza, casi de extranjería, hasta que, de repente, como un rayo de medrosa luz que logra colarse entre la fronda, una palabra subrayada nos retrotrae a nuestro pasado, nos enfrenta en el espejo de la memoria al joven borroso que en otra época nos habitó, y es como si se abriese –con ruido de goznes herrumbrosos—una escotilla que conduce a las galerías subterráneas donde anida una existencia que ya creíamos fallecida. Gracias a esos subrayados humildes volvemos a saborear, como recién estrenados, sentimientos fósiles que algún día lejano nos poseyeron; y es como si hubiésemos ingerido un bebedizo o elixir que nos permite vivir otra vez –sin nostalgia, con una impresión de vívida nitidez— pasajes de nuestra vida que parecían clausurados para siempre.Esta sensación de muy sabroso desconcierto que experimentamos cuando un libro nos susurra entre líneas los contornos huidizos de la persona que fuimos adquiere una calidad distinta, más fantasiosa pero no menos placentera, cuando el libro subrayado o anotado perteneció a otra persona de la que ya nada sabemos. En los volúmenes que tomamos prestados en las bibliotecas o repescamos de los cajones de saldos de alguna librería anticuaria nos topamos con frecuencia, junto a flores prensadas que delatan algún amor arqueológico o billetes de tranvía que rememoran alguna cita clandestina, con escolios y subrayados que nos hablan de antiguos poseedores de los que nada sabemos, pero que a través de ese vínculo desvaído nos hacen confidentes de su soledad. Y entonces, llevados por una vocación de novelistas reprimidos, jugamos a reconstruir imaginariamente la biografía de ese lector remoto y desconocido, jugamos a figurarnos sus vicisitudes, el azogue de júbilos y tristezas que entretuvo sus noches, y en este ejercicio de introspección ajena podemos pasarnos horas enteras, como un diablo cojuelo que alza los tejados del vecindario y escruta intimidades que no le incumben.

JUAN MANUEL DE PRADA Articulo publicado en:
Mi biblioteca: La revista del mundo bibliotecario, N.º 4, Invierno 2006, pág. 13
No voy a recomendar a nadie la lectura como no puedo aconsejar la dulce y fiera práctica del coito o la degustación de ese amigo de los hombres, el vino. Toda pasión tiene sus peligros y sólo los idiotas sueñan con una vida apasionadamente segura, como solo los exangües sueñan con una seguridad apática. Quien no quiera mojarse que no aprenda a nadar, ni se atreva a amar o a beber. Y que no lea tampoco o que sólo lea para aprender, para destacar, para hacerse sabio o famoso, es decir: para seguir siendo idiota. El que valga para leer, leerá: en pergamino, en volumen encuadernado en piel, en libro de bolsillo, en hoja volandera o en pantalla de ordenador. Leerá por nada y por todo, sin objetivos y con placer, como quien respira, como quien se embriaga o enreda sus piernas en las de alguien apetecible. Sólo eso importa, cuando la pasión manda. Y así he leído yo no toda mi vida pero sí en los mejores momentos de mi vida. Ahora retrocedo un poco y acaricio con los ojos esa sobrecargada biblioteca con la que vivo, en la que vivo. Es como la farmacia de un viejo alquimista donde pueden buscarse analgésicos y afrodisíacos, tónicos y conjuros diabólicos, visiones de gloria y pesadilla y la seca agudeza descarnada que revela lo real. Ya es hora de volver a ella.

Fernando Savater
A TRABAJOS FORZADOS me condena
mi corazón, del que te di la llave.
No quiero yo tormento que se acabe,
y de acero reclamo mi cadena.
Ni concibe mi mente mayor pena
que libertad sin beso que la trabe,
ni castigo concibe menos grave
que una celda de amor contigo llena.
No creo en más infierno que tu ausencia.
Paraíso sin ti, yo lo rechazo.
Que ningún juez declare mi inocencia,
porque, en este proceso a largo plazo
buscaré solamente la sentencia
a cadena perpetua de tu abrazo.
ANTONIO GALA
“Chindo” es un perrillo de sangre ruin y de nobles sentimientos. Es rabón y tiene la piel sin lustre, corta la alzada, flácidas las orejas. “Chindo” es un perro hospiciano y sentimental, arbitrario y cariñoso, pícaro a la fuerza, errabundo y amable, como los grises gorriones de la ciudad. “Chindo” tiene el aire, entre alegre e inconsciente, de los niños pobres, de los niños que vagan sin rumbo fijo, mirando para el suelo en busca de la peseta que alguien, seguramente, habrá perdido ya.

“Chindo”, como todas las criaturas del Señor, vive de lo que cae del cielo, que a veces es un mendrugo de pan, en ocasiones una piltrafa de carne, de cuando en cuando un olvidado resto de salchichón, y siempre, gracias a Dios, una sonrisa que sólo “Chindo” ve.

“Chindo”, con la conciencia tranquila y el mirar adolescente, es perro entendido en hombres ciegos, sabio en las artes difíciles del lazarillo, compañero leal en la desgracia y en la obscuridad, en las tinieblas y en el andar sin fin, sin objeto y con resignación.

El primer amo de “Chindo”, siendo “Chindo” un cachorro, fue un coplero barbudo y sin ojos, andariego y decidor, que se llamaba Josep, y era, según decía, del caserío de Soley Avall, en San Juan de las Abadesas y a orillas de un río Ter niño todavía.

Josep, con su porte de capitán en desgracia, se pasó la vida cantando por el Ampurdán y la Cerdaña, con su voz de barítono montaraz, un romance andarín que empezaba diciendo:

Si t´agrada córrer mon,
algun dia, sense pressa,
emprèn la llarga travessa
de Ribes a Camprodon,
passant per Caralps i Núria,
per Nou Creus, per Ull de Ter
i Setcases, el primer
llogaret de la planúria.

“Chindo”, al lado de Josep, conoció el mundo de las montañas y del agua que cae rodando por las peñas abajo, rugidora como el diablo preso de las zarzas y fría como la mano de las vírgenes muertas. “Chindo”, sin apartarse de su amo mendigo y trotamundos, supo del sol y de la lluvia, aprendió el canto de las alondras y del minúsculo aguzanieves, se instruyó en las artes del verso y de la orientación, y vivió feliz durante toda su juventud.

Pero un día… Como en fábulas desgraciadas, un día Josep, que era ya muy viejo, se quedó dormido y ya no se despertó más. Fue en la Font de Sant Gil, la que está sota un capelló gentil.

“Chindo” aulló con el dolor de los perros sin amo ciego a quien guardar, y los montes le devolvieron su frío y desconsolado aullido. A la mañana siguiente, unos hombres se llevaron el cadáver de Josep encima de un burro manso y de color ceniza, y “Chindo”, a quien nadie miró, lloró su soledad en medio del campo, la historia -la eterna historia de los dos amigos Josep y “Chindo”- a sus espaldas y por delante, como en la mar abierta, un camino ancho y misterioso.

¿Cuánto tiempo vagó “Chindo”, el perro solitario, desde la Seo a Figueras, sin amo a quien servir, ni amigo a quien escuchar, ni ciego a quien pasar los puentes como un ángel? “Chindo”contaba el tránsito de las estaciones en el reloj de los árboles y se veía envejecer -¡once años ya!- sin que Dios le diese la compañía que buscaba.

Probó a vivir entre los hombres con ojos en la cara, pero pronto adivinó que los hombres con ojos en la cara miraban de través, siniestramente, y no tenían sosiego en el mirar del alma. Probó a deambular, como un perro atorrante y sin principios, por las plazuelas y por las callejas de los pueblos grandes -de los pueblos con un registrador, dos boticarios y siete carnicerías- y al paso vio que, en los pueblos grandes, cien perros se disputaban a dentelladas el desmedrado hueso de la caridad. Probó a echarse al monte, como un bandolero de los tiempos antiguos, como un José María el Tempranillo, a pie y en forma de perro, pero el monte le acuñó en su miedo, la primera noche, y lo devolvió al caserío con los sustos pegados al espinazo, como caricias que no se olvidan.

“Chindo”, con gazuza y sin consuelo, se sentó al borde del camino a esperar que la marcha del mundo lo empujase adonde quisiera, y, como estaba cansado, se quedó dormido al pie de un majuelo lleno de bolitas rojas y brillantes como si fueran de cristal.

Por un sendero pintado de color azul bajaban tres niñas ciegas con la cabeza adornada con la pálida flor del peral. Una niña se llamaba María, la otra Nuria y la otra Montserrat. Como era el verano y el sol templaba el aire de respirar, las niñas ciegas vestían trajes de seda, muy endomingados, y cantaban canciones con una vocecilla amable y de cascabel.

“Chindo”, en cuanto las vio venir, quiso despertarse, para decirles:

-Gentiles señoritas, ¿quieren que vaya con ustedes para enseñarles dónde hay un escalón, o dónde empieza el río, o dónde está la flor que adornará sus cabezas? Me llamo “Chindo”, estoy sin trabajo y, a cambio de mis artes, no pido más que un poco de conversación.

“Chindo” hubiera hablado como un poeta de la Edad Media. Pero “Chindo” sintió un frío repentino. Las tres niñas ciegas que bajaban por un sendero pintado de azul se fueron borrando tras una nube que cubría toda la tierra.

“Chindo” ya no sintió frío. Creyó volar, como un leve vilano, y oyó una voz amiga que cantaba:

Si t´agrada córrer mon, algun dia, sense pressa…

“Chindo”, el perrillo de sangre ruin y de nobles sentimientos, estaba muerto al pie del majuelo de rojas y brillantes bolitas que parecían de cristal.

Alguien oyó sonar por el cielo las ingenuas trompetas de los ángeles más jóvenes.
CAMILO JOSÉ CELA
Ahora sé que estarás en un poema,
en un poema mío,
el último, los versos de la nieve,
bañados todavía por la luz
que descifra las cosas de este mundo
y por la oscuridad callada de los remos,
para que tú camines sobre el agua
hasta llegar al centro de la tierra,
desnuda y decisiva,
cruzando el horizonte
igual que los pasillos de la casa.

Son las lecciones de la intimidad.

El azul más herido de septiembre,
los castaños rojizos,
la soledad doméstica de las fotografías,
la piel dorada
de los aniversarios,
el esplendor del cielo, de los montes
a la caída de la tarde,
puestos a confesar,
con la mano en el hombro
me repiten
esa verdad de amor que sólo saben
los amantes que fueron traicionados.

Y la vida se impone
por la debilidad de sus palabras.
Nos lo enseñan las leyes naturales.

Extranjeros en la propia intimidad,
No conocen mi nombre
ni las orillas de la plenitud,
ni el cadáver del tiempo escondido en las olas.
Pero entienden la forma de mis pasos
en la arena que cae,
si confundo el reloj con el desierto
o vigilo la casa igual que el horizonte,
y en mi copa de dudas cabe el mundo,
y en el valor encuentro cobardía,
en los ojos la noche con su luz
y el corazón del niño
en un alma de antiguas corrupciones.

Porque allí los paisajes son sueños meditados
para que el horizonte
se duerma en el pasillo de una casa.

La intimidad nos dice que hay amores extraños,
Extraños como un río sin ciudad,
como alargadas noches en las que se adivina
que resulta imposible la tradición
una vez que aprendemos
a perdonar traiciones y verdades.
LUIS GARCÍA MONTERO
Ha llegado el momento de decirles hasta la próxima, la nave juega a lomo de las olas, nuestra biblioteca marinera se alimenta de vuestros sueños y propuestas. Esperamos encontraros la semana que viene o dejad vuestra presencia en el blog de la Arcadia.
La arcadia… lugar sereno con profundas gargantas llenas de libros.