Si hay un auténtico icono pop ese es Françoise Hardy. Todavía en activo (y de forma brillante, por cierto), esta atractiva francesa fue una de las cantantes más representativas de la música pop en la década de los 60’s. Su dulce forma de cantar y su impresionante personalidad hizo que el director de cine Roger Vadim se fijara en ella y la eligiera para interpretar su primer papel como actriz en “Château en Suède” (1963), película en la que intervenía Monica Vitti. También participó en el Festival de Eurovision de 1963, en representación de Mónaco, con la canción “L’amour s’en va“, quedando en quinta posición
Talento y belleza a raudales en esta Tous les garçons et les filles de 1962
Luciano era un hombre sencillo, trabajador, culto a pesar de haber recibido poca educación escolar, con un gran sentido del humor y de la libertad, dedicado a su familia, su trabajo y sus aficiones. Le gustaba resolver jeroglíficos y coleccionaba sellos y monedas.
Luciano era mi padre y durante toda su vida mantuvo vivo un sueño: viajar a Buenos Aires.
No sé en que momento preciso surgió esa pasión por todo lo argentino, pero siempre le acompañó y de uno u otro modo influyó en su familia.
Yo crecí escuchando a Gardel, aún guardo sus discos de vinilo con las carátulas gastadas por el uso. Escuchar un tango es para mí mucho más que regalar a mis oídos melodías fantásticas, es evocar mi infancia, recordar a mi padre.
“Volver”, “Adiós muchachos”,”El día que me quieras”,“ A media luz”, “Caminito”, “Mis Buenos Aires querido”.. y muchos más, son un legado, son un tesoro que guardo junto con pedazos de mi vida que misteriosamente selecciona la memoria para recordar cuando te lo pide el alma.
Luciano hablaba de Buenos Aires como si ya hubiera recorrido sus calles, solo cuando soñaba podía permitirse ese largo viaje.
Viví la muerte de mi padre muy de cerca y le acompañé hasta el final, días antes estuvimos hablando,- me voy a perder muchas cosas- me dijo, hizo una especie de listado de preferencias y entre ellas estaba ese viaje a Buenos Aires tan deseado durante toda su vida.
Le prometí que ese viaje lo haría yo algún día, que recorrería sus calles y miraría sus gentes, miraría por él y para él .Cumplir esa promesa será abrir y ver a través de una ventana que siempre estuvo cerrada para él.
Miraré hacia arriba porque estoy convencida de que mi padre está en el cielo de Buenos Aires.
Estábamos solos, abrazados
a la brisa que a sí misma se abraza,
al deseo en los párpados del mar.
La luna arriba, más delgada
que las palabras
desprendidas de un sueño oscuro y sin palabras.
El dorso de la mano en la mejilla,
la palma en la raíz de la cintura.
<
Solos, abandonados en la noche,
sin otra luz que la de las palabras
en un cielo sin luna.
<
por el grito feroz de las gaviotas,
palmas y labios, cuellos, todo carne delgada para el sol>>.
PRIMERA NOCHE
Despierta la impaciencia.
En la cal de los pasos de un fantasma
se mojan con el barro desteñido.
Él mira su reloj exigiéndole que se apure.
El único diario existente aparece con títulos pálidos.
Todos lo compran por costumbre.
La avenida está casi lista, sólo algunas esquinas siguen heridas.
Julio llegó como siempre en Julio, puntual.
Otra vez presente.
La borra del café se estanca en el fondo de un pocillo.
Ya lo despojarán con agua y detergente, es el ritual.
Él mira su reloj diciéndole que se apure,
más no sabe que su hora tiene los minutos contados.
SU HORA
Salvador Moncada
CRÓNICA LITERARIA Antonio Cuartero
Este 3 de Diciembre se cumplen el 150 aniversario del nacimiento de Joseph Conrad (1857-1924) escritor polaco nacionalizado inglés que escribió toda su obra en esta lengua.
Su biografía es digna de escribirse. Fue educado en Polonia por sus padres, que murieron y luego por su tío hasta que con 17 años se enroló en un barco como marinero donde tuvo turbulentos problemas con el tráfico de armas. Viajo por Venezuela, Colombia, Martinica, el Mar del Norte, Australia y los mares de Oriente, El Índico, Malasia, Sumatra y Java. Dejando constancia de todos estos viajes en sus libros
Es esta una buena oportunidad para volver a releer a Conrad o si todavía lo habéis hecho de iniciar su lectura entre el viaje exterior y la aventura interior.
Algunos temas se respiran en el aire de un tiempo; también están en la trama de una vida. El ámbito imaginado es aquel con el que fantaseamos, de tanto verlo desde lejos o porque nos lo contaron, y deseamos conocer. Mientras tanto, basta la fachada, una foto o un folleto turístico para que rueden las imágenes y completemos el lugar desconocido. La escritura es un medio apto para conseguirlo.
Margueritte Yourcenar
Comentarios a medianoche de Antonio Cuartero
TUAREG. ALBERTO VÁZQUEZ – FIGUEROA
“– Lo que el desierto quiere para sí, es del desierto –decían-. Alá proteja al que trate de arrebatarle su presa…
Gacel ambicionaba tan sólo desvelar su misterio; la razón por la que tantas bestias y tantos hombres desaparecieron sin dejar rastro, y cuando se encontró por primera vez en el corazón de una de las tierras vacías, lo comprendió pues se podría pensar que no setecientos, sino siete millones de seres humanos se diluirían fácilmente en aquel abismo horizontal del que lo extraño era que alguien, no importaba quién, saliera con vida.
Gacel salió. Por dos veces. Pero imohags como él no había muchos y por ello el Pueblo del Velo respetaba a Gacel el Cazador, inmouchar solitiario que dominaba territorios que ningún otro pretendió nunca dominarla”
Así describe Vázquez Figueroa a Gacel, el tuareg protagonista de su novela con el mismo nombre. En ella nos adentraremos en el ardiente desierto, de la mano de un hombre, que lleva a su espalda la cultura de una raza legendaria, absorbida casi completamente por la modernidad, capaz de sobrevivir, adaptarse y vivir en una de las zonas más duras del mundo.
Veremos cómo Gacel, siguiendo una de sus más preciadas tradiciones, proteger a sus huéspedes, pondrá en jaque a todo un ejército, incapaz de enfrentarse a la sabiduría de un tuareg de su medio natural, el desierto. Así con cuatro camellos, y su huésped, se adentrará en una de las peores zonas del desierto donde ni siquiera sus conocimientos y sabiduría le servirán de mucho, solo el destino, la suerte o un Dios podrán sacarlo con vida.
Lo consigue, sin embargo hay algo para lo que un Tuareg, o imohags como se denominan ellos, no pueden luchar. No pueden luchar contra un medio desconocido para ellos. Gacel no podrá enfrentarse al mundo civilizado, la ciudad se convierte en lo que desierto para nosotros.
Solo de la pluma de Alberto Vázquez- Figueroa pueden salir relatos como este pues su biografía lo alaba. Nació en 1936 en Santa Cruz de Tenerife, vivió en Marruecos y el Sahara. Luego estudio periodismo, y estuvo trabajando durante quince años como enviado especial de diversos medios asistiendo a las guerras y revoluciones, de Guinea, Chad, Congo, República Dominica, Bolivia, Guatemala. Posteriormente se ha dedicado por entero a la creación literaria publicando más de cuarenta libros, entre los que podemos destacar Ébano, Manaos, Océano, Yáiza, la serie Cienfuegos, La iguana, Nuevos dioses y un largo etcétera. Nueve de sus novelas han sido adaptados al cine, y es uno de los autores españoles contemporáneos más leídos en el mundo.
¿Quién se ha resistido a subrayar con lapicero ese libro de edición humilde, baqueteado por mil mudanzas, que en algún momento de nuestra vida fue nuestro vademécum espiritual? ¿Quién ha logrado sustraerse a la tentación un tanto petulante de creer que un libro cualquiera ha sido escrito ex profeso para nosotros, para alivio de nuestras zozobras, para consuelo de nuestras más secretas desolaciones? Hemos acudido muchas veces a los libros como quien consulta un oráculo, seguros de que entre su bosque de palabras encontraremos la combinación exacta que nos interpela, esa frase o verso o versículo que condensa nuestro estado de ánimo y nos propone soluciones clarividentes que un segundo antes ignorábamos, aunque anidasen en algún recoveco poco auscultado de nuestra conciencia. Entonces tomamos un lapicero y subrayamos esa frase capturada al albur, seguros de que en ella se perfila la fisonomía de nuestro porvenir, o escribimos con letra deslavazada y premiosa un escolio que en cierto modo adquiere la naturaleza de un diario apenas esbozado.
Luego, cuando pasan los años y nos hemos convertido en otra persona distinta, cuando aquel muchacho atribulado que fuimos yace sepultado entre hojarascas de olvido, volvemos a ese libro que en otra época alumbró nuestras inquisiciones, como quien se adentra en un sendero de pasos borrados. En las páginas ya amarillentas del volumen descubrimos anotaciones nerviosas, apostillas ilegibles que, una vez descifradas, se nos antojan banales, porque ya no se conjugan con el estado de nuestro ánimo. Recorrer ese libro que en otra época fue nuestro cicerone interior nos despierta una sensación ambigua de extrañeza, casi de extranjería, hasta que, de repente, como un rayo de medrosa luz que logra colarse entre la fronda, una palabra subrayada nos retrotrae a nuestro pasado, nos enfrenta en el espejo de la memoria al joven borroso que en otra época nos habitó, y es como si se abriese –con ruido de goznes herrumbrosos—una escotilla que conduce a las galerías subterráneas donde anida una existencia que ya creíamos fallecida. Gracias a esos subrayados humildes volvemos a saborear, como recién estrenados, sentimientos fósiles que algún día lejano nos poseyeron; y es como si hubiésemos ingerido un bebedizo o elixir que nos permite vivir otra vez –sin nostalgia, con una impresión de vívida nitidez— pasajes de nuestra vida que parecían clausurados para siempre.
Esta sensación de muy sabroso desconcierto que experimentamos cuando un libro nos susurra entre líneas los contornos huidizos de la persona que fuimos adquiere una calidad distinta, más fantasiosa pero no menos placentera, cuando el libro subrayado o anotado perteneció a otra persona de la que ya nada sabemos. En los volúmenes que tomamos prestados en las bibliotecas o repescamos de los cajones de saldos de alguna librería anticuaria nos topamos con frecuencia, junto a flores prensadas que delatan algún amor arqueológico o billetes de tranvía que rememoran alguna cita clandestina, con escolios y subrayados que nos hablan de antiguos poseedores de los que nada sabemos, pero que a través de ese vínculo desvaído nos hacen confidentes de su soledad. Y entonces, llevados por una vocación de novelistas reprimidos, jugamos a reconstruir imaginariamente la biografía de ese lector remoto y desconocido, jugamos a figurarnos sus vicisitudes, el azogue de júbilos y tristezas que entretuvo sus noches, y en este ejercicio de introspección ajena podemos pasarnos horas enteras, como un diablo cojuelo que alza los tejados del vecindario y escruta intimidades que no le incumben.
JUAN MANUEL DE PRADA
Mi biblioteca: La revista del mundo bibliotecario