¿Existía el amor antes de que la poeta Safo lo inventara con sus precisas etapas de ilusión, pasión, desengaño, hastío y dolor?
Uno de los encargos propios del verano consiste en regar las macetas de los amigos y los familiares que se van fuera de la ciudad. Cuando se viajaba menos, las casas se llenaban de geranios y aspidistras y las terrazas se convertían en pequeños jardines dominados por los atardeceres y los gatos. Ahora, como la gente suele tener dinero para costearse dos o tres vidas, las plantas son un inconveniente, y la población viajera, si es que conserva un resto de melancolía vegetal, necesita la mano amiga que riegue las macetas cuando sale de vacaciones o ejerce el turismo por el mundo.
Ayer fui a regar a casa de mis padres. Además de volver a las hiedras y los geranios de mi infancia, regresé también a los trabajados besos nocturnos del portal. Una pareja se besaba con la ciudad a sus espaldas, poniendo segundo a segundo un cuidado minucioso en los labios, en la lengua y en los dedos. Los ojos de la chica dominicana que sirve en uno de los pisos se cruzaron por un instante conmigo sin abandonar el beso. Como cuando era niño, me dio vergüenza interrumpir, abrí la puerta sin saludar y me perdí escaleras arriba. Hace muchos años que no me cruzaba en un portal con un beso de verdad. Los jóvenes de hoy tienen coches, apartamentos libres, o pasan las tardes y las noches en su habitación, al lado de sus padres, sin sospechar siquiera el protocolo de noviazgos interminables y la humedad furtiva de los rincones de la noche. Los ojos de la muchacha dominicana me recordaron la complicidad avergonzada de mis vecinas o el apuro de las sirvientas que, escondidas de su pueblo y de sus señoras, alargaban con un beso interminable los últimos minutos de un domingo por la noche. Algunos inmigrantes traen a España costumbres raras, formas de ser que pertenecen a una nueva realidad. Pero otros inmigrantes nos devuelven a nuestro pasado inmediato, a lo que era este país hace unos años. Hablan muy alto, se ríen con una alegría desbordada, regresan de los andamios con la piel manchada por el yeso, la fe en el porvenir y el instinto de supervivencia, y se despiden en los portales con besos largos, unos besos de ojos cerrados y minutos detenidos que son verdaderos refugios en la noche de la ciudad, casi la primera letra en el sueño de un piso.
Es la historia de nuestros abuelos, de nuestros padres, de los que tenemos edad de haber visto los trenes del norte llenos de caras llorosas y pañuelos blancos. Muchos besos se interrumpían en el portal cuando el novio emigraba a una ciudad de nombre extraño y la novia pasaba los días esperando que llegase una carta de letra torpe con buenas noticias. Los besos de ahora brotan en los portales a través de labios latinoamericanos, rumanos o búlgaros. Se trata de un cambio mucho más profundo que el paso de la dictadura a la democracia. España es hoy un país de inmigración, de acogida, aunque la palabra acogida sea demasiado optimista si repasamos algunas fotos del catálogo de la exposición, con caras marcadas por el miedo en los cayucos, las orillas y los Centros de Internamiento para Extranjeros. Conviene regar las plantas para que no se sequen ni la conciencia, ni los besos.
“Los besos” / Luis García Montero – El País 8 de Septiembre 2007
Llamaron a la puerta. Era la primera vez que la veía. Entró con seguridad en una casa que no era la suya, y la dejé hacer. Parecía familiarizada con los momentos más altos de la casa y sus intimidades; y tras cerciorarse de que las cajas de gusanos de seda estaban en su sitio, abrió el balcón de par en par:
- No debemos perdernos el atardecer – sugirió.
Fue entonces la primera vez que habló conmigo. Su presencia nos emocionaba: Demasiado importante para mí, casi un milagro para quien empezaba a agotar la resignación ante la soledad y sus sevicias. Al anochecer se tendió a mi lado. Estaba temblando y yo también temblaba. Al poco la estreché desesperado junto a mi soledad. Fuera, en la calle, se oía incansable el ir y venir de la gente. Una noche en exceso ruidosa:
- Algún león anda en celo - dijo, y lo dijo con extraña naturalidad.
No quise contradecirla y la abracé más fuerte, no ya en mi soledad, sino en la necesidad de ella. Después se alzó y con gran habilidad encendió una hoguera en medio de la habitación, y pareció arder en los reflejos de aquellas llamas cuidadosas, domésticas. Luego, cubrió el lecho con un mosquitero, y nos amamos en el centro de la ciudad enloquecida, convertida de pronto en un continente salvaje e imposible.
Unas mesas vacías junto al mar.
Casi de madrugada, leímos unos versos.
Konstantín Kavafis escribió ese poema
en el que un viejo, desde el fondo oscuro de un café,
se arrepiente de haber malgastado su vida
con la excusa del futuro. El placer
llegaría, se dijo; tienes tiempo
de cumplir tus deseos.
No fue así,
y la edad se burló de su prudencia.
Un resto de sensualidad,
una mirada antigua permanece
en el paisaje de columnas rotas
del balneario: quiero que recuerdes
la luna llena sobre el mar en calma,
esta música leve que atraviesa la noche
y la vuelve distinta, despoblada
como un sueño. Y quiero decirte,
ahora que tu cuerpo es mi única patria,
mi tierra deseada y mi presente,
que no he de lamentar ocasiones perdidas.
Tal vez aquí, algún día,
se vuelvan a escuchar los versos de Kavafis
y acaso otros amantes nos sucedan.
También ellos verán, como nosotros,
un símbolo en la frágil,
desolada grandeza de las ruinas humildes.
El balneario / Antonio Jiménez MillánUna frialdad de raso en la escalera
inventa otra mirada.
Alguien estuvo aquí
- un visitante, un huésped, un espía -,
alguien halló un su cuerpo
la claridad sin límites
del tiempo recobrado.
Y una leyenda escrita en la pared:
amor de nieve lenta y gesto sorprendido,
pide que el alba nunca nos despierte,
que no nos vuelva a separar cada día.
Antonio Jiménez Millán
Inventario del desorden